Brujas en Guipuzcoa

Brujas en Guipuzcoa

He aquí historias de brujas en Guipúzcoa: el carbonero y las brujas, la colada nocturna, mil quinientas picas, la petición del cura, mariatxo para nosotras, el puente de Azelain, me vuelve a golpear, mal encuentro en Zubiaundi, una bruja atrapada, una ladrón de pudín

El carbonero y las brujas

Un percance le ocurrió a un hombre de la finca Gorbozuru, cerca de Matxinbeta. Era minero de carbón y tenía el sobrenombre de Lopia. Esa noche las cosas no le fueron bien. Cuando tuvo una buena pira se dio cuenta de que no había el tiro habitual, en definitiva, debía haber una fuga en algún lugar de su hogar. Comenzó a buscar, perdiendo más tiempo y maldiciendo continuamente hasta que finalmente encontró una fuga.

Pero no era un agujero pequeño sino un agujero extraordinario y al no tener un tronco lo suficientemente grande para repararlo, entendió que tendría una tarea difícil que realizar. En un ataque de furia, mirando desafiante al cielo y con los puños cerrados, gritó:
– ¿No hay una bruja o un demonio del infierno para ayudarme?

Misteriosamente una voz femenina, estridente y muy desagradable, rompió el silencio de la montaña, una voz que le dijo al carbonero:
– Lopia, ¿qué tamaño de tronco quieres?

Se dice que el hombre de Goborzuru se asustó tanto que al instante abandonó su pira y corrió hacia la casa sin detenerse, aunque se encontraba a varios kilómetros de distancia.


Lavado de noche

Una noche, un pastor de Bedaio llamado Maurizio se dirigía con su tiro a Ugarte cuando, al pasar sobre el río cerca de la fuente de Edar Iturri, escuchó un ruido parecido al de lavar ropa. Como a pesar de la oscuridad de la noche distinguió a algunas lavanderas, les preguntó con gran asombro:

– ¿Crees que es hora de lavar la ropa?
Uno de ellos, cerca del hombre, acercándose aún más, respondió:
– Sí, Mauricio, y, sosteniendo un bulto, añadió: Ven, toma esta ropa y ayúdame a escurrirla.

Nuestro hombre, al ver que la lavandera era bastante escotada, con el vestido muy arremangado, mudo y animado por una curiosidad malsana, no dijo nada. Peor aún, aturdido, agarró el bulto que la lavandera le tendía como una autómata sin pensarlo realmente.

Los gritos que soltó Maurizio, las risas femeninas que se escuchaban a su alrededor, el dolor que tenía el pastor en las manos, le hicieron darse cuenta de que la lavandera no le había entregado ropa sino un manojo de espinas. Nuestro pobre Maurizio, humillado por la broma, con las manos arañadas y ensangrentadas, continuó asustado su camino, alentando enérgicamente a sus bueyes a que abandonaran el lugar lo más rápido posible porque entendía que aquellas lavanderas eran en realidad brujas.


Mil quinientas espadas

Una noche, un campesino de Asteazu, que siempre se jactaba de no creer en las brujas, al regresar a casa se encontró frente a un impresionante grupo de brujas y pensó que había llegado su última hora. Uno de ellos, seguramente el capitán, se dirigió a él:

- ¡Sostener! ¡Fanfarrón! ¿No dices que no hay brujas? ¡Mira, aquí estamos al menos mil quinientas porque Mari Txuri y otros no han podido venir hoy!

Se dice que le exigieron que los contara uno por uno y que cada uno picaba a nuestro pobre infortunado.


La petición del párroco

Un sacerdote de Amezketa, muy interesado en los fenómenos relacionados con las brujas y la brujería, sospechó que una de sus feligreses era bruja. Un día que la encontró en el camino, le preguntó sin rodeos:
– Bueno, sé que eres una bruja…

Mientras la mujer lo miraba con una mirada penetrante aunque burlona, el clérigo se apresuró a añadir:
– ¡No te preocupes, no te voy a denunciar!

Tenía demasiada curiosidad por saber cómo se celebraban las grandes fiestas akelarre. Entonces, la supuesta bruja, con todo su descaro habitual, respondió:

– Bueno, ya lo verá, señor cura. Claro, claro, no lo soy pero por lo que he oído, lo hacen haciendo sus negocios naturales en la cuchara de una cabra que preside la fiesta. El sacerdote no dijo nada y siguió su camino con la cabeza gacha, confundido, sintiendo a sus espaldas la mirada penetrante de aquella mujer, una mirada penetrante como la punta de una espada.


Mariatxo para nosotros

Mariatxo, la niña más guapa de Bedaio, siempre alardeaba de no tener miedo a la noche. Tanto es así que un día, al anochecer, insistiendo con otros jóvenes que se habían quedado para preparar su ajuar, dijo:

– ¡Te apuesto que puedo dar tres vueltas por la casa ahora mismo!

Dicho y hecho. Saliendo de la casa frente a las jóvenes asustadas, dio una vuelta y luego otra... atacando a la tercera, una voz hueca surgió de la oscuridad:

– Eguna egunezkoentzat eta gaba gabezkoentzat, Mariatxo orain guretzat!
(El día para los del día y la noche para los de la noche, ¡ahora eres nuestro Mariatxo!)

Nunca más se supo de Mariatxo.


El puente Azelain

Se dice que en su día existió un puente en Azelain, hoy desaparecido, sobre el río Oria, y un palacio del mismo nombre en el barrio de Sorabilla de Andoain y que fueron construidos en una noche por las brujas.

También se dice que fue el lamiñak quien construyó este palacio. Lo cierto es que un cantero, incapaz de construir el puente, prometió su alma a las brujas pidiéndoles ayuda. Rápidamente comenzaron la construcción, esa misma noche y cuando ya casi estaban terminadas, comenzaron a cantar:

“Eskuz esku labaingo arria, ta akabatu dugu Azelaingo zubia. Ea neskak, eun ta milla gaituk, arri baten paltan gaituk! "
(Trabajando de la mano en la piedra de Labain, casi hemos terminado el puente de Azelain. ¡Eh, chicas, somos ciento mil, con una sola piedra y estamos llegando al final!).

Al oír tal cosa, sintiéndose perdido, el cantero corrió a buscar al sacerdote para que le practicara un exorcismo. Así lo hizo y las brujas, despavoridas, huyeron olvidándose de poner la última piedra.


Golpéame de nuevo

Un día, una lavandera de Altzo descubrió muy cerca de ella, un gato negro que la miraba con desconfianza. La sorpresa le puso los pelos de punta, no tuvo otra idea que agarrar un palo cercano y asestarle un formidable golpe al animal. Pero, curiosamente, éste no hizo el menor movimiento para escapar, al contrario, se sentó sobre sus dos patas traseras, mirando inmóvil como una estatua a nuestra lavandera.

Esto le pareció tan extraño a la lavandera que retrocedió varios pasos. Sin embargo, se asustó aún más cuando de repente el gato le preguntó con voz femenina urgente:
– ¡Pégame otra vez! por todo lo que quieras, golpéame otra vez!

Al comprender muy rápidamente que se trataba de una bruja y sabiendo que para hacerles daño había que golpearlos con un número impar y que los gatos normales no hablan, aunque sean negros, presa del pánico más profundo, la lavandera abandonó al gato. a su suerte y escapó corriendo hacia su casa, olvidándose de la ropa que allí lavaba.


Mal encuentro en Zubiaundi

Un viernes por la tarde, un aldeano de Leintz-Gatzaga, llamado Manuel Beitia, al pasar por el puente de Zubiaundi, se encontró con un grupo de ancianas de aspecto extraño que le preguntaron:
– ¿Adónde vas Manuel?

El interrogado respondió con bastante franqueza:
– A esta finca que está al otro lado del río para saber si alguien quiere acompañarme en la peregrinación al santuario de Arantzazu.

Fue malo para él porque no debería haber hablado de esto con estas ancianas que resultaban ser brujas y como tales, agresivas tan pronto como escuchaban sobre el cristianismo. Es más, no tardó en comprender su error pues, con toda la violencia del mundo, las brujas se lanzaron sobre el pobre, agarrándolo del pelo, lo metieron en un horno, pasando toda la noche alimentándolo con leña para que saliera. tierra.


Una bruja atrapada

En una finca de Hondarribia, el ganado empezó a adelgazar peligrosamente en el corral. Como esto sólo podía ser obra de una bruja según el sacerdote, le tendieron una trampa para atraparlo. Una tarde encendieron en el corral dos velas benditas que pusieron en una caja con la parte inferior abierta. Encima, colocaron una bolsa con objetos para esconder las velas benditas de la bruja.

No tardó en aparecer con la forma de un gato negro montado sobre una vaca, de forma amenazadora. Los hombres abandonaron su escondite y encendieron la luz. Inmediatamente, el gato les rogó que lo apagaran, pero ellos, temiendo que se escapara, lo dejaron encendido. Así, cuando amaneció, pudieron ver que el animal se había transformado en una anciana del barrio.


Un ladrón de morcillas

El día de San Martín, en una finca de Astigarrabia, un pueblo rural de la comarca de Mutriku, mataron al cerdo. Los habitantes de la casa notaron, consternados, que estaban robando morcillas, longanizas y algunos otros trozos buenos del animal. Esto desde hace varios años.

Por lo tanto, el dueño de la casa decidió vigilar. Terminada la matanza, nuestro hombre se escondió detrás de la puerta donde se guardaban los embutidos y esperó allí. Cuando llegó la noche, no tardó en aparecer un perrito. Un perro pequeño, de aspecto inofensivo, se dirigió directamente hacia el lugar donde se vendían los budines y las salchichas y se llevó a la boca varios trozos de embutido fresco. Evidentemente, efectivamente era el ladrón y no pudo llegar muy lejos con su botín porque el granjero empezó a golpear al perro, rompiéndole las patas traseras.

A pesar de esta desventaja, el animal logró escapar y salvar su vida. El dueño de la finca recogió sus morcillas y otros embutidos y luego contó a su familia lo sucedido. Al día siguiente, el sacristán apareció con ambas piernas rotas y no pudo explicar de manera convincente su accidente. Todo el mundo en Astigarribia empezó a pensar que el perro ladrón y el sacristán, probablemente un brujo, eran la misma persona.