Los dos arrieros

Esta es la historia de los dos arrieros.

dos arrieros

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Como tantas veces, dos amigos arrieros parten juntos en busca de un buen vino de Rioja. Uno se llamaba Joaniko y era del pueblo de Estafe. Su compañero, Ángel Mala-Semana, de San Pedro. Como de costumbre, y para matar la monotonía que les esperaba en este largo paseo, empezaron a hablar de tonterías. Peor aún, en poco tiempo, la conversación amistosa se intensificó y resultó en una acalorada discusión. Luego, finalmente, de la discusión a la discusión feroz, sólo había un paso.

– ¡Pero te digo mil y una veces que esa obligación es siempre primordial! —grita Joaniko.
– ¡Te lo vuelvo a decir, que todo esto es orgullo! Ángel apoyó con la misma convicción, y para darle más peso a sus palabras, propuso:
– Y para demostrarte que no tengo la menor duda de que lo principal es la devoción, ¡te apuesto mi manada de mulas!
– Acepto con mucho gusto, pero lamentablemente para ti, ¡puedes darlo por perdido!.
Joaniko aceptó con toda seguridad.

Con eso, un representante de la orden se acerca en su camino. Es un alguacil, un magistrado de la época, que con su rostro cansado les dirige una mirada indiferente, esbozando un gesto de saludo que podría decir a la vez hola y adiós. Más cálida es la respuesta de los arrieros, y particularmente la de Ángel quien, presentando una exagerada sonrisa de cortesía, pregunta:
– No tomes esto como una impertinencia, pero mis amigos y yo tenemos una duda y necesitamos tu ayuda para aclararla. Di: ¿Qué es lo principal, la obligación o la devoción?

El alguacil se frota intensamente la barbilla como si en esa parte del cuerpo contuvieran todos los piojos del mundo. Luego tose furiosamente, secretamente temeroso de ahogarse con el polvo del camino. Luego, parpadeando alternativamente un ojo y el otro, cuál de los ojos o de los dos arrieros eran soles deslumbradores.

Finalmente, con gesto marcial y tono recitativo, responde:
-Que yo sepa, creo que esta es la razón por la que toda buena gente, ¡la obligación siempre ha sido, y será mucho más importante que la devoción! Y temiendo una lluvia de preguntas aún más complicadas y con respuestas aún más difíciles, aprovechó para dejarlas después de haber pronunciado un categórico ¡Adiós!
– Pero perdí la apuesta, mi rebaño es tuyo.
Ante esto Joaniko, con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro, admitió:
– ¡Ciertamente, amigo mío, pero nunca podrás reprocharme haberte avisado!.

Con estos hechos, el criador continuó su camino con su rebaño y el de su amigo, tarareando muy alegremente una tonada. Ángel, por el contrario, emprendió el regreso a casa, reprochándose mucho por la estupidez de esta apuesta.

De madrugada, Ángel llega a los prados de Abadelaueta, cerca de Etxaguen. Se disponía a sentarse en una piedra para tomar un descanso, cuando de repente lo sorprendió una gran escena en la que destacaba especialmente la risa femenina. Movido por la curiosidad, aunque muy discreto, se esconde detrás de unos arbustos que resultan ser un excelente observatorio para esta vigilancia solitaria.

¡Y qué espectáculo! El origen de esta feria no fue otro que un grupo de veinte mujeres divirtiéndose descaradamente en bailes locos. Había jóvenes y viejos, bellos y traviesos, algunos desnudos, otros más o menos vestidos pero muy juntos.
– ¡Brujas! Ángel exclamó.

El arriero se quedó boquiabierto, fascinado, preguntándose si estaría despierto. Intentando también grabar esta escena en su memoria. De repente todas las mujeres se pusieron a cantar alegremente:
– Lunes y martes, miércoles tres; Jueves y viernes, sábado seis.

Entonces, una de las parejas, la formada precisamente por la anciana que abrazaba a una joven desnuda, se alejó del grupo para acercarse cerca del matorral del arriero.

Tumbada en la hierba y abrazada en un beso singular, la anciana le dijo a la joven:
– ¿Sabías que la anciana de tal o cual casa está muy enferma?
- ¡No! No lo sabía, pero estoy muy feliz por esta enfermedad. Pero ¿cuál es la causa de este dolor?

La anciana sonríe con picardía antes de responder:
– Un día, mientras iba a comulgar, se le cayó un trozo de hostia pero no se dignó agacharse a recogerlo. Desde entonces, este pan bendito se encuentra bajo el cobertizo de una iglesia en el que hay un hormiguero.
– ¿Y esta enfermedad tiene cura? pregunta la joven, muy intrigada.
– ¡Sí, si alguien la encuentra y le da algo de comer! Pero eso nunca sucederá, somos los únicos que conocemos el secreto.

La anciana abrió su boca desdentada en una carcajada, seguida por la joven muy feliz antes de unirse a esta danza equívoca.

Sin perder un momento y con la misma discreción, el arriero abandonó su escondite y emprendió el camino con paso decidido hacia la casa de la enferma. Llegó allí alrededor del mediodía sin detenerse ni un momento. Llamó a la puerta con impaciencia y apareció un criado.

- Qué esta pasando ? ¿Por qué esta conmoción? pregunta este último de mal humor.
El arriero respondió apresuradamente:
– ¡Tengo la cura infalible para la enfermedad de tu jefe!
Todavía de mal humor, el criado llama a nuestro arriero:
– ¿Cómo conoces a mi jefe? ¿Tal vez eres médico? ¡Pero por tu cara diría que eres un arriero común y corriente!

Como el arriero intentó entrar mientras el criado se lo impedía, decidió olvidarse de la cortesía y utilizó un tono más brutal. Comenzaron a intercambiar palabras ofensivas y luego bofetadas. Todo este ruido hizo que el propio dueño viniera a ver qué pasaba. Pudo así conocer el motivo de la visita de este arriero y después de unos momentos de madura reflexión, con gesto serio lo invitó a entrar.

– Entra en mi casa si crees que puedes curar a mi esposa. Si lo logras, te recompensaré generosamente. ¡Ojo si eres actor...!

Ángel fue llevado al paciente a quien le preguntó sin molestarse con inútiles expresiones de cortesía:
– Señora, ¿no es cierto que en cierta ocasión, mientras iba a comulgar, se le cayó al suelo un trozo de hostia y usted no se tomó la molestia de agacharse para recogerlo?

La mujer lo miró con tristeza, suspiró profundamente y respondió:
- Ay de mí ! es verdad y aunque lo lamento, ¿será posible que sea por eso que estoy enfermo?
- Ciertamente ! -respondió el arriero-, pero tu dolencia tiene cura. Debes enviar inmediatamente a alguien a esta iglesia para recuperar este pedazo de hostia de debajo de un hormiguero, si lo pierdes. Con él seréis sanados.

Tan deseosa de recuperar su salud y sin dudar de las palabras de este desconocido, la enferma envió a uno de sus sirvientes a la iglesia en cuestión. Tan pronto como recogió este pan sagrado, lo comió y de hecho sintió que recobraba su salud.

¡Pídeme lo que quieras, te lo daré como recompensa por este magnífico servicio! -exclamó el dueño de la casa, abrazando emocionado al arriero.

Después de parpadear incrédulo, quedarse mudo y mirar por unos instantes asombrado a su benefactor, Ángel dijo:
– No quiero parecer tacaño, pero si es posible, me gustaría tener dinero para comprar una manada de mulas.

El afortunado arriero recibió su recompensa y, ese mismo día, adquirió en este pueblo una excelente manada de bestias de carga, sin duda mejor que la que había perdido. Inmediatamente, y no sin entusiasmo, emprendió su viaje a La Rioja que había sido suspendido a causa de la apuesta.

Llegados a destino, ocupados cargando el vino en las mulas:
- Mira a ! Qué coincidencia !

Apareció Joaniko. Contemplando las maravillosas bestias de su compañero, no pudo evitar preguntarle:
– ¿Dónde encontraste estos animales? ¡Porque no creo que hayan caído del cielo!

En tono monótono y con aire burlón, Ángel respondió:
– No, ciertamente no, no cayeron del cielo, pero podemos decir que vienen del infierno.
- Cuéntame ! -Pregunta Joaniko con entusiasmo, entre la incredulidad y la fascinación. ¿No entiendo que habiendo perdido la apuesta ahora tengas mejores animales que yo?

Su colega le contó entonces todo el asunto de las brujas, sus risas, sus bailes, sus desenfrenos y el de su secreto. Al concluir su testimonio y sin creer realmente en esta historia, Joaniko dejó escapar una declaración lacónica:
- muy interesante…

Pero cuando se separaron, él corrió entusiasmado hasta la pradera de Abadelaueta con la firme esperanza de descubrir un nuevo secreto del que podría beneficiarse.

Tal como lo había hecho Ángel, Joaniko llegó poco antes del amanecer. Escuchó las risas y la alegría. También vio a las brujas bailando. Pero, frotándose las manos de antemano, dando por sentado el éxito de su aventura, en lugar de ser discreto, corrió hacia los extraños y se unió a ellos en sus movimientos. Estaba eufórico, radiante, transformado.

Entonces las brujas empezaron a cantar:
lunes, martes miércoles: tres; Jueves, viernes, sábado: ¡seis!.

Él, sin poder contenerse, feliz como un niño haciendo una travesura, añadió:
Y el domingo: ¡las siete!

El grupo de extravagantes bailarines se detuvo y se disolvió. Algunos gritaban, otros vociferaban, muy enojados. Pero todos ellos, con notable irritación, decidieron atrapar al impertinente desconocido. La que más gritaba era esta anciana que anteriormente había hablado de la enferma.

– ¡Debe ser ese chico del otro día que escuchó mi conversación porque el paciente está curado! gritó furiosamente.

Inmediatamente, golpearon a Joaniko quien, petrificada de terror, se escondió detrás de los arbustos, recibiendo pellizcos, mordiscos y garras.

Quedó herido y abandonado allí, en medio de Abadelaueta, maldiciéndose y lamentándose del dolor de cabeza.