Atarrabi, hijo de Mari, con su hermano, Mikelatz, el menor, ambos fueron a la escuela en la escuela del diablo, una cueva. Al final de su escolarización, uno de los escolares debía permanecer para siempre al servicio del diablo. Echaron suertes y fue su hermano quien tuvo la suerte de quedarse. Sin embargo, se compadeció de su hermano, en verdad este último estaba atormentado, permaneció allí, en su rincón, como si ya fuera esclavo de su amo infernal.
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PalancaAtarrabi
El diablo obligó a Atarrabi a cernir la harina que tenía en sus almacenes bien surtidos. Era un trabajo interminable porque el salvado, como la harina, pasaba por la malla.
El diablo, que seguramente no tenía excesiva confianza en su discípulo, le preguntaba continuamente:
Atarrabi, monja aiz? (Dónde estás ?)
Y Atarrabi tuvo que responder:
Emen nago (estoy aquí)
Atarrabi le enseñó al tamiz a responderse a sí mismo: emen nago, siempre que el diablo hiciera su pregunta. Un día, el diablo se encontró lejos en un rincón de su guarida. Atarrabi comenzó a salir de este lugar, caminando hacia atrás, mientras el colador se encargaba de contestar el clásico emen nago. Tan pronto como puso un pie afuera, el diablo lo vio. Dio un salto, pero demasiado tarde: Atarrabi ya estaba fuera, fuera del alcance de la jurisdicción de su amo. Sólo su sombra aún se extendía en la cueva, fue ella a quien el diablo capturó.
Atarrabi se hizo sacerdote.
Estaba privado de sombra, el diablo se la había quitado. Esta sombra se unió a él solo durante la misa, en el momento de la consagración.
Sin embargo, privado de la sombra, no le fue posible salvarse. Por tanto, era necesario que muriera en este preciso momento de la consagración.
Sintiéndose ya viejo y viendo cercana su muerte, un día le pidió a su sacristán que lo matara durante la misa del día siguiente, a la hora de la consagración.
El sacristán prometió cumplir su deseo y por eso acudió a la iglesia armado con un palo, decidido a cumplir su palabra. Pero cuando llegó el momento no tenía ningún deseo de disparar a Atarrabi. Fue lo mismo al día siguiente. Al tercer día lo mató.
Atarrabi había pedido a su sacristán que lo pusiera, después de su muerte, en una roca cerca de la iglesia, y que observara con atención el tipo de ave que se llevaría su cadáver. Si eran palomas torcaces, era la señal de que Atarrabi se había salvado; en cambio, si se trataba de cuervos es que había sido condenado.
El sacristán hizo según los deseos de su amo y pronto vio una bandada de palomas torcaces que se llevaba el cuerpo de su párroco.